Queridos diocesanos:
La humanidad ha conocido hombres religiosos, maestros del espíritu que han ofrecido sendas y caminos de perfección moral, místicos y hombres con experiencia de Dios en modo singular. Ninguno, sin embargo, ha resucitado de entre los muertos como Jesús de Nazaret, manifestando con ello su condición divina. La resurrección de Jesús cambió a sus discípulos en modo tan sorprendente que no dudaron en arrostrar las mayores dificultades y obstáculos a que daba lugar su predicación. ¿Cómo podían asegurar que aquel judío, ejecutado en la cruz después de un juicio sumarísimo y sin garantía ante las autoridades judías, pero sancionado por el prefecto romano de Judea, era de verdad Hijo de Dios?
La condena a muerte en la cruz era tan grave obstáculo, para anunciar la resurrección de Jesús, que la predicación del evangelio por los discípulos sólo podía apoyarse en algo contundente, sin posibilidad de ser interpretado como coartada, engaño o ensoñación por los destinatarios de la predicación. Este apoyo y fundamento eran las apariciones y el sepulcro vacío, hechos que ellos no esperaban: lo habían visto vivo después verlo ejecutar cruelmente en la cruz y haber cerrado su sepulcro.
Desde que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, las explicaciones ante acontecimiento tan desconcertante han sido de diverso género desde los primeros momentos. Los guardias a quienes Pilato mandó custodiar el sepulcro dijeron, instigados por los jefes de los judíos, que Sus discípulos habían robado el cadáver mientras dormían. La apologética tradicional replicaba no sin razón: ¿cómo pudieron saber que lo robaron si estaban dormidos? No encontraron su cadáver no porque estuviera a buen recaudo, ni porque quizá no hubiera muerto y hubiera escapado al final del suplicio y la tortura a que fue sometido. Desde entonces a hoy la obsesión por el cadáver de Jesús ha suscitado las más disparatadas fantasías, siempre prestos los adversarios y los muchos enemigos del cristianismo a potenciar cualquier hipótesis, por absurda que fuera, con tal de que sirviera para arrancar a los creyentes la esperanza puesta en la resurrección de Cristo para dar sentido y orientación definitiva a la vida humana. Se han montado operaciones propagandísticas sin escatimar medios, hoy potenciadas por el poder de las imágenes documentales y la fuerza de convicción que tienen las narraciones que aparentan ser rigurosa investigación.
Proliferan hoy los libros, el cine y los documentales anticristianos que no cesan, dirigidos contra el corazón de la fe en Cristo, levantando la sospecha y la insidia, con la pretensión de hacer creer al gran público que el cristianismo se levanta y se mantiene sobre secretos bien guardados. Es una obsesión anticristiana que en la actualidad alcanza cotas que en pasado no pudo lograr porque no existían los medios de divulgación con que hoy contamos.
Contra esta obsesión la contundencia de la verdad histórica vuelve a imponer en el corazón del hombre la misma pregunta: ¿Quién es éste que se levanta de la región de la muerte de la que nadie ha vuelto jamás fuera de él? La respuesta no puede ser otra que la misma que se le impuso al centurión que garantizaba la ejecución y muerte que sólo podía sancionar la autoridad romana: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios” (Marcos 15,39).
Estas palabras del centurión, más allá de la atribución de las mismas al oficial romano, reflejan la experiencia objetiva de los testigos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Aquella muerte había sido la muerte de un hombre justo a los ojos de Dios, un hombre que era más que un profeta y mayor que Salomón, como él mismo había dicho de sí; y por eso Dios le resarcía con justicia revelando su verdadero misterio al resucitarlo de entre los muertos.
La resurrección de Jesús es el acontecimiento definitivo de salvación que Dios ofrece a la humanidad, para mostrarle su destino de vida y felicidad, fruto del valor redentor de la muerte de Jesús, en cuya sangre Dios ha querido lavar nuestros pecados. Sin la resurrección no podríamos comprender que la dolorosa pasión y muerte de Cristo tuviera algún sentido último y que en ella se revelara el amor de Dios por nosotros hasta la muerte de su propio Hijo, caído víctima del amor llevado hasta el extremo, como sólo Dios puede llevar el amor a tan desconcertante límite. Así lo percibieron los testigos y la resurrección de Jesús les inundó de gozo y les hizo fuertes para vivir, predicar el evangelio y morir por él. Porque, en verdad, ¡Cristo ha resucitado! ¡Feliz Pascua de Resurrección!Con mi afecto y bendición.
Almería, a 23 de marzo de 2008Pascua de Resurrección
+ Adolfo González MontesObispo de Almería
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